Agrios edulcorados…
Caso 303: Viaje cargado de
canciones
Nov.24.2016
Escribí del fallecimiento de Verónica Medina, ayer, y
lo más triste es recibir el matutino Diario
Libre (Nov.24.2016) para encontrar que sus amigos están haciendo una colecta
para cubrir los gastos de su funeral; la artista no disponía de recursos.
La nota señalaba que se había acudido al Ministerio de
Cultura, una institución de respuestas largas y tardías, que no se si tendrá un
capítulo para tales fines.
En el país existió una vez con mucha pujanza la Asociación Nacional de Cantantes, Músicos, Bailarines,
Locutores y Actores (AMUCABA), fundada en
Ene.08.1962. Por muchos años su secretario general fue Guillermo Lacrespeaux, a
quien todos encontrábamos en las calles de la ciudad, maletín en mano y
sombrero en la cabeza, tratando de que los locales de espectáculos cubrieran
una cuota para solventar las actividades de la misma y este tipo de
situaciones. Todo hasta que un automóvil lo arrolló.
AMUCABA aún existe, tiene un presidente e imagino que
también un cuerpo directivo, pero sus actividades parecen operar bajo “el servicio secreto”, nadie sabe de
ellas. Su actual presidente (hasta el 2017) es el músico y abogado Armando
Olivero. Al momento de posicionarse dijo: “durante
mi gestión protegeré y defenderé la clase artística dominicana, lo que
significa que atentar contra nuestra institución es atentar contra nosotros
mismos”.
Agregó: “AMUCABA representa para
nosotros, los artistas, nuestro nido, nuestro hogar, nuestro refugio, nuestro
sindicato. Y es la única institución que el Estado Dominicano ha dotado de
plena autoridad para proteger a la clase artística dominicana”.
Exhibimos también la Sociedad General de Autores, Compositores y Autores de Música
Dominicanos, (SGACEDOM), con fines diferentes, pero no distantes, que debería
en algunas ocasiones también servir a los miembros del mundo del espectáculo.
No hay que olvidar que entre tantas idas y venidas ella perteneció a la
Corporación Wilfrido Vargas, a las Chicas del Can, entre otras instituciones.
El transito de esta chica a otra dimensión está siendo tortuoso; murió
sola y desprotegida. Toda persona tiene derecho de terminar su vida de forma
serena, apacible, sin dolor ni otros síntomas importantes y rodeada de sus
seres queridos. Esta forma de morir, que antaño era algo generalizado, cada vez
se hace más difícil en los tiempos que corren.
En épocas pretéritas se decía que había muertos que no descansaban en
paz ni dejaban dormir, sino que aullaban como lobos las noches de tormenta.
Sobre Verónica Medina no he leído nada más allá del mismo anectodario; pasó
igual con José Lacay, hace poco más de una semana. Ante la desmesura, se impone
el rigor, o una cierta objetividad.
No se cual era su grado de santidad, para decirlo de alguna manera, pero
estoy convencido que estará en el cielo cantando las obras que más le gustaban.
En otras partes del mundo los obituarios se toman muy en serio, aquí son
incluidos en el cuerpo de las noticias. Pasó en España que un jefe de redacción
le manda a realizar un obituario a un estudiante de periodismo: este, por
cuestiones de edad, y con la finalidad de seguir las instrucciones al pie de la
letra, decidió llamar a un candidato propuesto, ya entrado en años. “No tuvo reparo en descolgar el teléfono,
marcar el número y presentarse: “mire usted: estoy preparando su necrológica y
no querría cometer ningún error porque me juego el puesto de trabajo”. Tan
cierto como que no hubo respuesta del aludido, que colgó al becario para
después pedir por el redactor jefe y advertirle que jamás volvería a tratar con
el diario. Ha pasado una década desde entonces y viven, y muy bien, el becario,
el redactor jefe y también el muerto”.
Alrededor de la muerte se ha montado un negocio muy sofisticado y que
cuesta dinero. Hay funerales a la carta, también a la antigua, y despedidas sorprendentes.
Josep María Espinás recordaba a partir de una nota de sus compañeros de El Periódico, de donde es columnista, que
momentos antes de morir el economista José Luis Sampedro dio las gracias a los
presentes y decidió tomar un campari, “un
último deseo para decir adiós a los pequeños placeres de este mundo y entrar
felizmente en el otro”.
Nada de depresiones, nada de melancolía, nada de
rabia, nada de frivolidades.
Uno se muere de viejo, de un mal dolent o
porque le tocaba. Así de sencillo.
"Cuando la tarde languidece renacen las sombras, y en la quietud los
cafetales vuelven a sentir", Moliendo Café (Hugo Blanco –Hugo
César Blanco Manzo-, venezolano, Caracas 1940 /b 2015, también compuso Mi Burrito
Sabanero).
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