Palabras prestadas,
Arturo Pérez-Reverte, 1-de-4
Julio 04 del 2018
Desde
hace un buen tiempo me surgió la idea de replicar los artículos aparecidos en
los diarios dominicanos que más habían llamado mi atención en los primeros seis
meses del año, mi escogencia se limitó a apenas tres; por supuesto hubo muchos,
algunos excelentes en calidad y substancia, cada selección es muy sugestiva y
los que me resultaron más atractivos, coincidencialmente, tienen fechas
tempranas.
Para
hacer que algunos tomen un poco de “caldo
de cabeza”, empezaré este recorrido con un artículo de Arturo Pérez-Reverte
(Arturo Pérez-Reverte Gutiérrez, Nov.25.1951 en Cartagena), contundente y
vigente donde denuncia los ataques de determinados sectores contra el correcto
uso de la lengua castellana. Grupos sociales han dejado de manifiesto que: “las reglas ortográficas son un
recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y
situarse por encima de él”.
En República Dominicana aún nadie ha osado
referirse al tema, todos sabemos que nuestro nivel educativo viola
permanentemente la buena escritura y sus normas.
No
pretendo hacer un hábito de estas clasificaciones, no intento ser un juez de la
cotidianidad periodística del país, que a mi gusto anda manga por hombros, en
mi íntima convicción hay quienes no deberían ni siquiera pisar una sala de redacción,
incluyo directores de medios. Hay quienes jamás leeré aunque mañana puedan
recibir un gran premio literario. Algunas veces tengo que claudicar como me ocurrió
en Jun.30.2018, leí el primero de dos artículos de José Rafael Lantigua, pasado
ministro de Cultura, sobre Hilda Schott en Diario
Libre.
Nada
extraordinario sobre un personaje de quien se podrían dibujar infinitas
vertientes, una persona extremadamente vivaz, vital, llena de luces, con una
cabeza amueblada exquisitamente. A ella la conocí gracias a la relación de
amistad que tuvo con mi tío Julio Genaro Campillo Pérez.
Doña
Gilda, una figura para exprimir literariamente, una simbólica paleta de colores
para estudiar a profundidad, surcos generosos para explorar psicológicamente y
bosquejar una obra de infinitos matices, no se puede quedar en lo anecdótico,
en unas líneas de cuentos que todos conocemos.
Lantigua
a quien he visto incrustado en las paginas de los periódicos de circulación
nacional, desde que aparecía Anaquelitos en Ultima Hora, me parece un ser de escasas brillos, sin ser osado me
atrevería a decir que sufre un apagón permanente frente a la inteligencia de
terceros. En la colección de Ultima Hora
se puede encontrar una respuesta de este personaje a un lector: “no puedo decirle nada sobre José Saramago
(José de Sousa Saramago, Nov.16.1922 en Azinhaga, Santarén, Portugal;
Jun.18.2010 en Tías, Lanzarote, España) porque
no le conozco”. Aquello nunca se borró de mi memoria. ¡Nada más que decir magistrado!
Descargando
mis ideas frente al teclado que hasta de pushing-bag
me sirve, recordé una frase que hace más de cuarenta años le escuché decir a
Tirso Mejía-Ricart, palabras más, palabras menos: “aquí mucha gente quiere aparentar ser culto, incluyendo funcionarios públicos,
comprando una enciclopedia Cumbre y colocándola donde todo el que visite sus
casas la pueda ver, pero jamás abren ningún volumen; si son más afortunados
colocan hasta una Enciclopedia Británica”.
Por
supuesto, en la próxima edición sabatina de Diario
Libre volveré a leer a Lantigua, no me perderé lo que pueda traer esa
segunda parte, casi seguro otra decepción. Me gustaría fuera la última vez que
mis ojos se detengan en uno de sus artículos.
Volviendo
sobre mi tema, recibí una versión digital del trabajo que Arturo Pérez-Reverte publicó
en el semanario XL en Jun.24.2017, que a continuación reproduzco; me llegó vía
“la voz de mi conciencia 1”. A quien
me lo envió le señalé: “es el agriodelimon español”. Viene a
cuento y perdonando mis insolencias, porque hay un abismo inescrutable entre
nosotros, quien me recomendó a Pérez-Reverte me dijo: “tiene muy pocos pelos en la lengua, te gustará leerlo, disfrutaras cada
palabra, cada gesto, cada inflexión, porque se parece a ti”.
Pérez-Reverte tituló aquello como:
“Ahora le toca a la lengua española”,
aquí su texto:
No me había dado
cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones
ortográficas de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un mensaje
que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un
fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había
reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso
elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por
encima de él».
No fue la estupidez
del concepto lo que me asombró –todos somos estúpidos de vez en cuando, o
con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que
hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy
peligroso que se produce en España en los últimos tiempos. En determinados
medios, sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de
la lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología próxima a
lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba la incorrección
ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista, supuestamente propia
de la izquierda. Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse
mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzarse. Al contrario: se disfraza
de acto insumiso frente a unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser
reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para
salvaguardar sus privilegios, sean éstos los que sean. Ello es, figúrense, muy
conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de la
lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender;
de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupante, muchos jóvenes–
se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal porque no sepa, es el
argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno.
Todo eso, que ya por
sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen
algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a
demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y
la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a
esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad
lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no
dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista,
términos que en España hemos convertido en sinónimos. Con el añadido de que a
menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de
este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de
conocimientos. Otras veces, aunque los interesados saben perfectamente cuáles
son las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus
intereses específicos, sin importarles el daño causado.
Tampoco el sector más
irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema.
Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente,
admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a
menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del
mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos. Aunque
es conveniente recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante,
pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que
hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar
sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y limpieza, así como
para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora
como hace trescientos o quinientos años. Por eso los diccionarios son una
especie de registros notariales de los idiomas y sus usos. Forzar esos
delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias
sedimentándose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por
simple decreto como algunos pretenden. Y a veces, incluso con la mejor
voluntad, hasta resulta imposible. Si Cervantes escribió una novela ejemplar
llamada La ilustre fregona, ninguna
feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá
que esa palabra cervantina, fregona, pierda
su sentido original en los diccionarios. Se puede aspirar, de acuerdo con las
academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado –cosa
que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás podrá conseguir nadie
que se modifique el sentido de lo que en su momento, con profunda ironía y de
acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes. Del mismo modo que,
yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un
diccionario el sentido de títulos como La
dama boba o La
villana de Getafe.
Se está llegando así a
una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que
partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas
cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los
defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de
sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta
de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o
discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala
redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento
reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino
argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha
tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no
fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años). Del mismo
modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del
feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de
derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la
libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas. Pues, como todo
el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de
izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco
cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma
es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es propio de la izquierda,
quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista. En conclusión,
todo buen y honrado antifascista debe escribir y hablar como le salga de los
cojones. O de los ovarios.
No sé si los españoles
somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo
con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del
disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de
numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas
llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para
expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos
en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política,
que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar
posiciones. Pero no pueden tampoco eludir su responsabilidad los medios
informativos; sobre todo las televisiones, donde hace tiempo desapareció la
indispensable figura del corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan
contumaz descaro difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan
a los espectadores y destrozan el habla razonablemente culta. Y más, teniendo
en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino
también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que
llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla
no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la
lengua, sino de 550 millones de hispanohablantes, muchos de los cuales ven con
estupor nuestro disparate suicida y perpetuo.
Tampoco la Real
Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por
causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el
porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios,
las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los
malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española
vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los
titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes
sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas. Esa pusilanimidad
académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando casi una
década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de
responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el uso correcto –y a
veces hasta el simple uso a secas– de la lengua española, ese no atreverse a
ejercer la autoridad indiscutible que la Academia posee, envalentonan a los
aventureros de la lengua. Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada
día surgen nuevas iniciativas absurdas, a cuál más disparatada, para que la RAE
elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a
los intereses particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de
quienes en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del
interés político, se atreven a enmendarle la plana. Por eso, en el contexto
actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos
seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e
indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es
considerada por muchos despistados –basta asomarse a Twitter– una institución
reaccionaria, machista, apolillada y autoritaria. Cuando en realidad, gracias a
algunos de sus académicos, sólo es una institución acomplejada, indecisa y
cobarde.
Y ojo. Aquí no se
trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de
un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de
siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio
internacional, negocio, trabajo y dinero. Hablamos de una lengua, la española,
que es utilizada por cientos de millones de hispanohablantes que hasta hoy,
gracias precisamente a la Real Academia Española y a sus academias hermanas,
manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa
que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo. Constituyendo así entre todos,
a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico. Un
espléndido territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica
y noble bandera es El
Quijote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario