Palabras prestadas, José
Luis Taveras, 4-de-4
Julio 12
del 2018
A José Luis Taveras fue la única
persona a quien le participé que reproduciría uno de sus artículos y no se negó
a esa aventura; no me remachó que ir tras el agriodelimon le causaría
acidez. Abogado santiagués que ha impactado en la comunicación nacional a base
de exposiciones que no tienen desperdicios, lo descubrí hurgando en los
trabajos de opinión del diarismo nacional y me impactó. Por demás quien coloca
en su cuenta de Facebook una presentación donde se describe “sicoanalista porcino. Recolector de espinas
en tierras secas. Pescador de larvas en pantanos turbios”, no puede pasar
desapercibido.
Nuestro país muestra una irrecusable
anomalía en la crítica social, todo el mundo se ha anexado a la extraña
comodidad de la contemporaneidad pintada de cárdeno; ir contra ello tiene un
costo altísimo.
La suerte de todos está secuestrada
mientras damas y caballeros replicadores de la aprensión, ante tantos misterios
gozosos, adquieren la etiqueta de ángeles que solo aman las calderillas
mientras creen se hacen dueño de lo mediático; diablos que jamás vacilarán
entre la prudencia, lo aconsejable, la honestidad; intrigantes figuras que
crean confusiones con sus opiniones publicadas, ascendencias irrebatibles y
axiomáticas que tratan de crear opiniones publicas interesadas, dejando entre
nuestra ignorante masa que al pisar con ojos y oídos sus proclamas de boñiga se
encuentran con cremosos e imprevistos tropiezos.
Surgen nombres que se convierten en cancerberos
ante antivalores, privación de la ética, impunidad inadmisible, de aquellas épicas
hazañas de nadar en ríos de lodo y estiércol para no ensuciarse ni por
casualidad, privación de transparencias, malversación
de fondos, coimas interminables, evasiones fiscales, desmotivación
popular, rabias permanentes, jueces y fiscales arrastrados por la ventisca que
ahora se llama Jean Alain, pero que ya contó con otros patronímicos: Céspedes
Martínez, Juan Arístides, Juan Demóstenes, Abelito, Marianito… las buenas
historias necesitan héroes y el sistema judicial carece de ellos.
Cada vez estamos más lejos de las utopías.
Estos son tiempos de la ruindad del espíritu, el vacío del terráqueo mundo,
egolatrías brutales y la bestialidad como un fondo ontológico invulnerable. Se
nos impulsa a quedarnos sin antídotos ante la acida lucidez que trata de desfigurarnos.
Se nos vende un presente imperativo, despótico, avasallador, sin ningún
tipo de anhelos. La dulzura de la existencia humana sobre el globo es incompatible
e incongruente con la necesidad de oxigenarse, mientras el placer queda en una
veleidad retorcida por las penas. Huimos del prójimo, de la naturaleza, de la benevolencia.
Infligimos daño a quienes amamos y apostamos a nuestra propia homogenización.
Colocamos la guadaña cada vez más cerca de nosotros.
De Pedro Cabiya (May.30.2016) tomé
estas líneas, donde le escribía a nuestro personaje: “estamos locos, José Luis. Acéptalo. Yo lo acepté. Estamos
desquiciados, de manicomio. Que alguien nos medique, pana, que nos tranquen”…
“Alucinamos, colega, alucinamos. Los videos, los golpes, las trampas, la
suciedad, la matemática sicodélica, el irrespeto a los procedimientos, los
incendios… Dejemos de fumar cáscara de guineo, José Luis. No nos hace bien.
Nubla nuestras percepciones. Nos atosiga. Atrofia nuestro entendimiento.
Debemos revisarnos”… “el consenso oficialista dice que la bacía es yelmo, amigo
mío, ni siquiera baciyelmo. Estamos viendo el asunto de manera equivocada.
Tenemos el sol en los ojos y el alboroto circundante nos desorienta. No podemos
confiar en nuestros sentidos”.
Pedro Cabiya |
Agregaba: “tampoco en nuestra inteligencia, que tan bien
nos había servido hasta ahora. Queda supeditada de pronto a la opinión de
medios que claramente no están cooptados, de periodistas que obviamente no son
bocinas, y de aventureros de la palabra que hacen gala de tolerancia (pero con
la pillería), de apertura a todas las posibilidades (en especial si descargan a
los pillos), de plasticidad ética (todo es relativo, al fin y al cabo), y de un
temperamento profundamente compasivo… pero única y exclusivamente cuando la
bandeja de la balanza se inclina a su favor, cuando son ellos los que están
guarecidos bajo los cobertizos del poder y pueden darse el lujo de predicar
subjetividad, ambigüedad, creando un clima donde nada tiene asidero, donde no
hay verdades objetivas, donde todo es del color del cristal con que se mira.
Habiendo acumulado el poder del lado de ellos (y “ellos” pueden ser cualquiera
de los contendientes), se vuelven magnánimos con las definiciones, indulgentes
con los plazos, flexibles con los procedimientos, generosos con el uso del
ejército, y pacientes con las triquiñuelas de los suyos — al tiempo que son
estrictos con la forma en que deben ser canalizadas las quejas, exigentes en
sus llamados a la paz y el orden, e implacables en su noción de cómo, cuándo, y
por qué debe la oposición protestar. Cobran hasta el último chele antes de los
treinta días, pero cuando les toca pagar redondean para abajo, noventa días después,
y todavía se lo encuentran caro”.
En la República
Dominicana de hoy se intensifican los simbolismos de cualquier tipo, las
eternas preocupaciones filosóficas y teológicas asfixian el relato feudal en
que nos desarrollamos, mientras vivimos enredados en una presunta gravedad de
la cotidianidad. Paisaje lleno de cuerpos sin alma, números que no suman ni
restan, relojes sin agujas, balanzas sin fiel, chicharrones light, butifarras bajas en calorías, coco
con leche de Dulcería Selecta sin azúcar, médicos que cuentan espectros, hasta
nos quitan esa imprescindible compañía, cómplice silencioso de las madrugadas,
que nos besa desde una taza y nos brinda un abrazo desde las entrañas, que
recarga el alma, aleja las preocupaciones y nos brinda las primeras fuerzas
para aventurarnos en la cotidianidad: el sorbo de café. Ahora nos llega desde
Vietnam.
Nos impusieron el terror absoluto
y desfallecemos ante personajes que no tienen fantasías, que aprendieron
únicamente a recolectar miserias, coleccionar veleidades y atesorar lo ajeno. Dramáticos desequilibrios
que nos colocaron al borde del abismo, sin salvación posible. Teóricos tristes, llenos de definiciones y
soluciones frente al mundo, que a la hora del café y pide un capuchino descafeinado, con leche
deslactosada y le coloca aspartame,
diciéndonos quiero un café robusto y romántico, pero efímero y sin alma.
Como colofón nuestros rostros fueron trasladados al umbral de los
miedos, y nos pintaron un simulacro; nos han disuelto el yo tratando de
convertirnos en homogéneos, para que todos corramos con existencias rebatidas,
mientras
se nos entierra la dignidad, de momento ya no reflejaremos nada ni sentiremos
lo etéreo, experimentaremos un desasosiego sordo.
En Abr.26.2018 José Luis Taveras nos regaló en
las páginas de Diario Libre su
trabajo “Cuando la vida huele a naranja”. Aquí su texto:
Añadir leyenda |
El “chinero” encarna a un ejército de gente anónima
que despierta el día para subsistir. Militantes de la vida atados al mismo
relato; almas atrapadas en sus letras oscuras y vacías.
Sus dedos gordos, toscos y rugosos tientan cada
naranja. Las manosea una a una. Olfatea las más amarillentas como un sabueso
provocado, y apila las menos lastimadas. Mira al cielo y se persigna: es el
momento de tejer la rutina. Empuña el cuchillo y, con precisión quirúrgica,
desliza su filo por la piel ácida de la fruta. Así, pone en marcha el día, sin
más espera que verlo andar, tan pesadamente como el anterior y con la
certidumbre de que sus horas serán un calco del que viene. Una vida lineal, dócilmente
imperturbable, tasada por la venta de cada día y sin otro balance que los
chelitos de sus sudores, jornal que lleva a “casa” justo cuando el sol se ahoga
en el horizonte.
Él sabe muy bien quiénes pasarán, lo que comprarán
y hasta puede recitar anticipadamente su saludo. Intuye sus gestos, conoce sus
historias como a sus frutas. Su mejor motivo para sentir la vida es el cafecito
de las seis, ese que comparte con el guachimán del frente. Con su ayuda, monta
la destartalada mesa de venta, socia de sus penurias. Después del último sorbo,
tan demorado como un beso primerizo, aspira el aire de la mañana mientras
ordena primorosamente su inventario. Lo que sigue no será distinto a lo de ayer
ni a lo que ha hecho en los últimos diez años. En su mundo sobran espacios para
estrenar emociones. Sabrá Dios cuáles imágenes retratan lo que no nunca ha
vivido; eso que ha deseado encontrar entre las brumas de la fantasía y la
lejana esperanza.
Me provoca saber cómo dibuja sus quimeras:
desmoronar la nieve, montar un avión, vocear en el Yankee Stadium, salir con su
primo por las calles de New York, ponerse un pesado coat (y
verse como un astronauta), comprar unos Nike blancos y, claro,
la franela de Lebron James para su hijo. Sí, New York, suspiro siempre
inconcluso; allí donde empieza y acaba el mundo... su mundo. Pero, ¡qué va!
sobre ese destino pesa una condena que no guarda motivos: en los fueros
académicos le llaman “exclusión social”; en su ignoto universo, “miseria”,
sentencia que lo arroja a la frontera más remota de la vida.
El “chinero” encarna a un ejército de gente anónima
que despierta el día para subsistir. Militantes de la vida atados al mismo
relato; almas atrapadas en sus letras oscuras y vacías. Esa historia late,
rueda y grita sin ecos, héroes, memorias ni epopeyas. Los he visto caminar en
la madrugada por las nerviosas calles de Santo Domingo, algunos armados con sus
pertrechos de lucha cotidiana. Parecen hormigas codiciosas dispuestas a morder
la vida para devorar con avidez felina sus migajas. Ellos no cuentan; su precio
es su ignorancia y, como inversión política, valen sus cédulas y ese silencio
sumiso y resignado de los que se estiman menos. Aguantan los látigos sin sentir
dolor a pesar de ver la carne sangrienta desgarrada por las flagelaciones; ni
por instinto reconocen que juntos son la mayoría en ese poema deshilachado
llamado democracia; ¡ay!, si lo supieran. Pero el sistema está diseñado para
martillarles lo que son: parias, masa anulada vestida de cifras para las
estadísticas, ceros a la izquierda, existencias desechadas sin derecho a tocar
un techo más alto que sus cobijos de hojalata.
Y es que no caben en un sistema sin conexión
solidaria con dificultades para abordar su propia identidad, moldeado por los
esnobismos; tan superficial como para rehusar adeudos de conciencia, tan banal
como para no distinguir lo sustancial de lo superfluo, tan consumista como para
aceptar todo lo que le dan y tan hedonista como para encontrar placer hasta en
lo inútil.
Nadie sospecha lo que pasará con su espera callada.
Hasta el momento, la morfina inoculada en sus neuronas los mantiene recogidos
en la resignada inconsciencia; tampoco sé si es posible que en un inesperado
abril sus demonios enloquezcan al tañido del primer tambor y con los escudos
del instinto derriben todo sentido de orden y razón. Mientras tanto, sigamos
ignorando su drama. Llegará el día en que la macroeconomía no nos ayudará a
mentir, entonces probaremos el ácido urticante de la verdad, como el que
destila la cáscara de la naranja.
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