El día que la inevitable guadaña visitó
al 10
¡Vámonos que nos vamos!
Noviembre 25 del 2020
Hace apenas una hora me decían por
diferentes vías que acababa de fallecer Diego Armando Maradona, y no se me asomó
ni una lagrima pero el dolor se hacía latente. He dejado de momento todos mis
compromisos de este día, que ya eran muchos, porque aún me resisto a creerlo.
En su momento debí ser uno de los
dominicanos que con más ardor siguió su carrera, y al ídolo, para no cargar con
todas las glorias; ¡coñooooooooooooooooooooo!... hasta uno de mis hijos de llama
Diego Armando. Después, vinieron sus desaciertos, y ya no fue lo mismo.
A Maradona le faltó educación, y alguien
que lo quisiera de verdad… se rodeó de mucha gente de segunda; muchos parásitos;
chupasangres; garrapatas con dos patas, pero nadie cuidó de él; y él tampoco se
dejó cuidar.
Si somos honestos, el máximo y casi insuperable
mito del fútbol argentino, y uno de los cinco más grandes de todos los tiempos,
para ser indulgente con los demás, descansó.
Los que hoy vivimos y lo vimos sobre el
césped tendremos confrontaciones existenciales, y necesariamente pasaremos a realizar
análisis variopintos; los que le siguen continuarán idolatrándolo; sus detractores
lo harán papilla. No me extrañaría que su tumba se convierta en un lugar de
culto y peregrinaje.
Mañana, la historia lo recogerá como uno
de los más grandes. Un genio, un indiscutible galáctico. La Pelusa como me acaba de escribir Félix Disla Gómez, el más
grande analista del balompié local, y mi amigo.
Caí cuando revise Clarín por enésima ocasión en apenas 5 minutos (son en República
Dominicana la 12:30 de la tarde): «y un
día ocurrió. Un día lo inevitable sucedió. Es un cachetazo emocional y
nacional. Un golpe que retumba en todas las latitudes. Un impacto mundial. Una
noticia que marca una bisagra en la historia. La sentencia que varias veces se
escribió pero había sido gambeteada por el destino ahora es parte de la triste
realidad: murió Diego Armando Maradona». Ya si me empezaron a rodar algunas
lágrimas.
Agregaba: «el campeón del mundo con la Selección Argentina se descompensó en la
mañana de este miércoles en la casa del barrio San Andrés, en el partido
bonaerense de Tigre, donde vivía desde hacía algunos días luego de haber sido
operado de la cabeza. El 30 de octubre había cumplido 60 años. Villa Fiorito
fue el punto de partida. Y desde allí, desde ese rincón postergado de la zona
sur del Conurbano bonaerense se explican muchos de los condimentos que tuvo el
combo con el que convivió Maradona. Una vida televisada desde aquel primer
mensaje a cámara en un potrero en el que un nene decía soñar con jugar en la
Selección. Un salto al vacío sin paracaídas. Una montaña rusa constante con
subidas empinadas y caídas abruptas».
«Nadie
le dio a Diego las reglas del juego. Nadie le dio a su entorno (un concepto tan
naturalizado como abstracto y cambiante a la lo largo de su vida) el manual de
instrucciones. Nadie tuvo el joystick para poder manejar los destinos de un
hombre que con los mismos pies que pisaba el barro alcanzó a tocar el cielo.
Quizá su mayor coherencia haya sido la de ser auténtico en sus contradicciones.
La de no dejar de ser Maradona ni cuando ni siquiera él podía aguantarse. La de
abrir su vida de par en par y en esa caja de sorpresas ir desnudando gran parte
de la idiosincrasia argentina. Maradona es los dos espejos: aquel en el que
resulta placentero mirarnos y el otro, el que nos avergüenza».
«A diferencia del común de los mortales, Diego nunca pudo ocultar ninguno de los espejos».
«Es
el Cebollita que solo tenía un pantalón de corderoy y es el hombre de las
camisas brillantes y la colección de relojes lujosos. Es el que le hace cuatro
goles a un arquero que intenta desafiarlo y al mismo tiempo el entrenador que
intenta chicanear a los alemanes y termina humillado. Es el que se va bañado de
gloria del Estadio Azteca y el que sale de la mano de una enfermera en Estados
Unidos. Es el que arenga, el que agita, el que levanta, el que motiva. El que
tomaba un avión desde cualquier punto del mundo para venir a jugar con la
camiseta de la Selección. El del mechón rubio y el que estaciona el camión
Scania en un country. Es el gordo que pasa el tiempo jugando al golf en Cuba y
el flaco de La Noche del Diez. El que vuelve de la muerte en Punta del Este. Es
el novio de Claudia y es también el hombre acusado de violencia de género. Es
el adicto en constante lucha. El que canta un tango y baila cumbia. El que se
planta ante la FIFA o le dice al Papa que venda el oro del Vaticano. El que fue
reconociendo hijos como quien trata de emparchar agujeros de su vida. Un icono
del neoliberalismo noventoso y el que se subió a un tren para ponerse cara a
cara contra Bush y ser bandera del progresismo latinoamericano. Es cada tatuaje
que tiene en su piel, el Che, Dalma, Gianinna, Fidel, Benja… Es el hombre que
abraza a la Copa del Mundo, el que putea cuando los italianos insultan nuestro
himno y el que le saca una sonrisa a los héroes de Malvinas con un partido
digno de una ficción, una pieza de literatura, una obra de arte».
«Porque
si hubiera que elegir un solo partido sería ese. Porque no existió ni existirá
un tramo de la vida más maradoneano que esos cuatro minutos que transcurrieron
entre los dos goles que hizo el 22 de junio de 1986 contra los ingleses. El
mejor resumen de su vida, de su estilo, de lo que fue capaz de crear. Pintó su
obra cumbre en el mejor marco posible. Le dijo al mundo quién es Diego Armando
Maradona. El tramposo y el mágico, el que es capaz de engañar a todos y sacar
una mano pícara y el que enseguida se supera con la partitura de todos los
tiempos».
«Barrilete
cósmico. Y la pelota no se mancha. Y las piernas cortadas. Y que la sigan
chupando. Y la tortuga que se escapa. Y el jarrón en el departamento de
Caballito, el rifle de aire comprimido contra la prensa, la Ferrari negra que
descartó porque no tenía estéreo, la mafia napolitana y toda una ciudad que
elige vivir en pausa, rendida a su Dios. Es el de las canciones, el los
documentales a carne viva y las biografías siempre desactualizadas. El que
levanta el teléfono y llama cuando menos lo esperás y más lo necesitás. El que
jugó partidos a beneficio sin que nadie se enterara. El que pasa del amor al
odio con Cyterszpiler, con Coppola o con Morla. El que siempre vuelve a sus
orígenes y le presta más atención a los que menos tienen».
«Es
el abuelo baboso y el papá inabordable».
«Es
antes que todo y por sobre todas las cosas el hijo de doña Tota y de don Diego».
«Y
Maradona es en presente pese a que de los que mueren haya que escribir en
pasado. Es el que en Dubai se codeaba con jeques y contratos millonarios y el
que en Culiacán y con 40 grados a la sombra pedía un guiso a domicilio. El que
internaron en un neuropsiquiátrico. El que pudo dejar la cocaína. El que hizo
jueguitos en Harvard. Es el que como entrenador de Gimnasia vivió un postergado
homenaje del fútbol argentino. Aquel que había dirigido a Racing y a Mandiyú no
era este último Diego de las rodillas chuecas, las palabras estiradas y las
emociones brotando sin filtro».
«Es
también Maradona el hombre que se fue apagando. Se resquebrajó su cuerpo y
empezó a sacar a la luz tantos años de castigo físico, de desbordes, de
excesos, de patadas, de infiltraciones, de viajes, de adicciones, de subibajas
con su peso, de andar por los extremos sin red de contención».
«Y
el alma se fue apagando al compás del cuerpo. En el último tiempo ya no quería
ser Maradona y ya no podía ser un hombre normal. Ya nada lo motivaba. Ya no
servía el paliativo de los antidepresivos ni las pastillas para dormir. Y la
combinación con alcohol aceleraba la cinta. Cada vez menos cosas encendían su
motor: ni el dinero, ni la fama, ni el trabajo, ni los amigos, ni la familia,
ni las mujeres, ni el fútbol. Perdió su propio joystick. Y perdió el juego».
«Lo
llora Fiorito, escenografía inicial de esta historia de película y pieza
fundacional para comprender al personaje. Lo lloran los Cebollitas donde se
animó a soñar en grande. Lo llora Argentinos Juniors donde no solo es nombre
del estadio sino el mejor ejemplar de un molde que genera orgullo. Lo llora
Boca y toda la pasión que unió a un vínculo que fue mutando pero conservó el
amor genuino. Lo llora Nápoles, su altar maravilloso en el que con una pelota
cambió la vida de una ciudad para siempre. Lo lloran también Sevilla, Barcelona
y Newell’s, que infla el pecho por haberlo cobijado».
« Y
lo llora la selección argentina porque nadie defendió los colores celeste y
blanco como él. En definitiva, lo llora el país entero y el mundo».
«Entre
tantas cosas que hizo en su vida, Maradona hizo una particularmente exótica: se
entrevistó a sí mismo. El Diego de saco le preguntó al de remera de qué se
arrepentía. “De no haber disfrutado del crecimiento de las nenas, de haber
faltado a fiestas de las nenas… Me arrepiento de haber hecho sufrir a mi vieja,
mi viejo, mis hermanos, a los que me quieren. No haber podido dar el 100 por
ciento en el fútbol porque yo con la cocaína daba ventajas. Yo no saqué
ventaja, yo di ventaja”, se contestó en una sesión de terapia con 40 puntos de
rating».
«En
ese mismo montaje realizado en 2005 en su programa “La noche del Diez”, el
Diego de traje le propuso al de remera que deje unas palabras para cuando a
Diego le llegue el día de su muerte. “Uhh, ¿qué le diría?”, piensa. Y define:
“Gracias por haber jugado al fútbol, gracias por haber jugado al fútbol, porque
es el deporte que me dio más alegría, más libertad, es como tocar el cielo con
las manos. Gracias a la pelota. Sí, pondría una lápida que diga: gracias a la
pelota”».
Hoy no es el momento de marcharse; ya
nada se puede hacer por el 10, lo llorará todo el globo terráqueo. Aquí estaré
con la honda pena, no replicaré a Tito Campusano: «me llevo conmigo mi estilo, y mi
elegancia». El Pelusa se
llevó la elegancia del juego, mientras seguiré fiel a mi estilo.
Solo pediré respeto a la memoria de
Diego Armando Maradona.
¡Vámonos que nos vamos!
Noviembre 25 del 2020
«A diferencia del común de los mortales, Diego nunca pudo ocultar ninguno de los espejos».
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