lunes, 9 de abril de 2012

Un ejemplo para nuestros funcionarios

Un ejemplo para nuestros funcionarios

El nombre de Rodrigo Calderón, no aparece en ninguna línea de lo que es la historia de República Dominicana, es posible que haya incidido en algunas decisiones sobre la colonia, pues fue uno de los ministros más influyentes del reinado de Felipe III, pero su paso por la faz de la tierra debería de servir de ejemplo a todo aquel que haya ocupado una posición pública en el país.

Felipe III reinó entre septiembre de 1598 a marzo de 1621, fue conocido como El Piadoso; era aficionado a la caza, al teatro y a la pintura, por lo que delegó el gobierno en manos del duque de Lerma. Durante este periodo, el reino español alcanzó su mayor expansión territorial.

Calderón, quien nació sin fortuna, de origen muy humilde, acumuló cargos y riquezas en la administración española de principios del siglo XVII, empezando como servidor del dique de Lerma, continuó con una extensa carrera, para terminar repudiado por el pueblo y la nobleza, fue detenido y ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid.

La historia del funcionario fue recreada por la historiadora Laura García Sánchez, en la versión española Historia de National Geographic, en su edición 09/2011.

“El enriquecimiento desorbitado de Rodrigo Calderón tenía origen preciso: el tráfico de influencias. Todo aquel que esperaba obtener un puesto en la administración o una ayuda judicial sabía que tenía que pasar por don Rodrigo, mano derecha del duque de Lerma, el valido del rey Felipe III. A cambio, Calderón recibía los regalos más jugosos, como se vio en el proceso que se siguió contra él. De una marquesa recibió tres camas; de un marques, un collar de diamantes; de un duque, dos caballos; de un conde, una fuente y tres piedrecillas de plata dorada; de una monja, un escritorio de la India; de un cardenal, varios guantes de ámbar. Otro duque le regaló, incluso, dos esclavos”.

“Nacido en Amberes hacía 1570, hijo natural de un capitán español, la historia de don Rodrigo se vincula al gobierno de Felipe III y, mas concretamente, a la figura de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, el famoso duque de Lerma. Gracias a su posición privilegiada como valido del rey a lo largo de veinte años, el duque de Lerma acumuló todo tipos de honores y prebendas, y supo aprovechar en su propio beneficio la autoridad que la había sido concedida”.

“Tras un período en el que sirvió como paje en la casa del vicecanciller de Aragón, Rodrigo recalco en la del duque de Lerma, cuya confianza se ganó rápidamente por sus gentiles modos, u prestancia y su afectuosidad. Pese a la aparente timidez de Rodrigo, Lerma supo ver en él a un fiel servidor y paulatinamente le fue confiando misiones de mayor responsabilidad hasta convertirlo en su mano derecha”.

“Pero si la ayuda del duque fue inestimable en su ascenso económico y social, tampoco hay que pasar por alto que don Rodrigo supo ganarse la confianza de Felipe III, de quien fue nombrado ayuda de cámara. El cargo significó el primer paso en una carrera cortesana plena de recompensas y favores en la que alcanzó los más elevados y codiciados puestos. Se le concedieron el hábito de Santiago y la encomienda de Ocaña, recibió el condado de Oliva (nota de agriodelimon: Oliva de Plasencia) y el marquesado de Siete Iglesias, fue nombrado capitán de la Guardia Alemana y sucedió al conde de Villalonga en la Secretaría de Estado. El ministro consiguió reunir en su persona todos estos honores, que antes estaban repartidos entre varios individuo”.

“Era inevitable que su meteórico ascenso le granjeara numerosos enemigos. Su actitud personal, altiva y poco diplomática, también lo perjudicó, especialmente en sus relaciones con la alta nobleza. Poco proclive a las visitas trataba a los grandes y señores de la corte con manifiesto desden, teniéndolos «lastimados por el poco caso que de ellos hacía», según afirmaba un cronista. También se enfrentó a la camarilla de la reina Margarita de Austria, que consiguió que Felipe III lo destituyese de su cargo con la ayuda de cámara. La reina murió de parto poco después, y los calumniadores acusaron a don Rodrigo de haberla envenenado. A fin de apaciguar los ánimos, marchó durante un año como embajador a los Países Bajos, donde fue recibido con grandes agasajos y colmado de valiosos regalos. A su vuelta siguieron las murmuraciones y censuras públicas en coplas y pasquines, azuzadas por el duque de Uceda (hijo de Lerma, pero enfrentado a éste) y por diversos religiosos. Lerma se había enriquecido, pero la indignación popular lo respetó mientras se desahogaba en don Rodrigo, considerado como el dilapidador de la economía del reino”.

(nota de agriodelimon: los grandes antagonistas de Calderón en la corte de la reina Margarita fueron el fraile franciscano Juan de Santa María y la priora de La Encarnación, Mariana de San José).

“En 1618, Felipe III, cediendo a las crecientes protestas por la mala administración del reino, despidió al duque de Lerma, que se retiró a sus tierras. Calderón quedaba ahora totalmente expuesto a sus enemigos. Algunos le aconsejaron que marchara al extranjero, pero eso hubiera supuesto reconocer su culpabilidad. «Avisos y tiempo tuvo el procesado para fugarse y poner a salvo su persona, pero prefirió someterse al fallo de las autoridades antes de confirmar, fugándose, la acusación de criminal que ese le hacía». Confiaba también en que sus títulos fueran suficiente protección. Por ello, se retiró a su casa en Valladolid”.

“Calderón había calculado mal y sus rivales no cejaron hasta verlo entre rejas. En la madrugada del 19 de febrero de 1619 fue arrestado en su casa de Valladolid. En las semanas siguientes fue conducido sucesivamente al castillo de La Mota (Medina del Campo), al de Montánchez (Cáceres) y al Santorcaz (Madrid), donde permaneció incomunicado bajo una atenta vigilancia. Posteriormente fue trasladado a Madrid, donde, con todos sus bienes confiscados, las autoridades habilitaron su casa como prisión, dividiendo la lujosa sala principal en tres compartimientos: uno para vivir, otro para ser usado a modo de oratorio y el tercero como lugar de reunión del tribunal de jueces de su causa. Dieciocho guardias se turnaban para vigilarlo”.

“Calderón fue acusado de enriquecimiento ilícito, de diversas formas de abuso de poder –haberse servido de hechizos para manipular al rey y otras personas de la corte, haber alterado la justicia- y de haber tramado nada menos que siete homicidios, entre ellos el de la reina Margarita. Cuando llevaba un año preso se le sometió «al tormento de agua, garrote y cordeles». Calderón admitió únicamente su participación en uno de los crímenes que se le acusaba. Las secuelas de la tortura fueron graves: «quedó tan estropeado que en lo sucesivo tuvo que emplear una muletilla y una banda, donde sustentar uno de sus brazos»”.

“Pese a ello, Calderón confiaba en que Felipe III, que le había dado tantas muestras de aprecio en el pasado, no le dejaría ir al patíbulo, y durante varios meses sus familiares creyeron que podrían obtener el perdón. Pero cuando el 31 de marzo de 1621 oyó repicar las campanas por la muerte del monarca exclamó: «el rey muerto, yo soy muerto también». Sabía que el nuevo rey Felipe IV y, sobre todo, su valido, el conde-duque de Olivares, no lo perdonarían: con su ejecución ejemplar los dos querían mostrar el fin de una época de corrupción administrativa y la llegada de un gobierno dispuesto a restablecer el orden y la moralidad. Olivares, además, tenía contra él agravios personales, pues acusaba a Lerma y Calderón de haberle negado el título de grande de España. La suerte del antiguo ministro estaba echada”.

“La sentencia no se hizo esperar. El 9 de julio se publicó el fallo. Se desestimaban algunas de las acusaciones más absurdas, como la de haber envenenado a la reina Margarita, pero se consideraban probados dos asesinatos: el del alguacil Agustín del Ávila y el de Francisco Juara. Por ello «le condenaron a que de la prisión en que está sea sacado en una mula de freno y silla y le lleven por las calles públicas y le lleven a la Plaza Mayor, y en ella esté un cadalso para este efecto y en él le corten la cabeza, siendo degollado por la garganta hasta que muera de muerte natural»”.

“Durante más de tres meses que transcurrieron antes de la ejecución, Calderón impresionó a sus allegados y al pueblo en general por su fortaleza de animo. Arrepentido de su vida pasada, dormía en el suelo y llevaba bajo la camisa un cilicio y una cruz de púas aceradas. El 21 de octubre, a las 9 de la mañana, el alcaide de corte se presentó en su casa acompañado por setenta alguaciles a caballo y treinta a pie para llevarlo al cadalso. Antes de partir se despidió de sus antiguos criados y amigos, diciéndoles: «señores, ahora no es tiempo de llorar, pues vamos a ver a Dios y a ejecutar su santísima voluntad». Ya en el patíbulo rezó durante tres cuartos de hora y luego abrazó al verdugo antes de que éste lo vendara. Cuando el tajo cayó sobre su garganta, algunos creyeron oírle pronunciar por segunda vez el nombre de Jesús”.

“La ejecución quedó impresa en la memoria de los madrileños durante largo tiempo. Hubo pronto quien, olvidada la mala fama del reo, se preguntaba si la condena no habría sido injusta. Así lo afirmaba el cronista Monreal: «este fin tuvo aquel poderoso magnate; si desvanecido y olvidado de su origen en la fortuna, resignado y contrito en la adversidad, quedando la duda, después de su muerte, de si ésta tuvo más parte el odio de sus enemigos que de sus propias culpas”.

Calderón fue un ávido coleccionista de obras de arte. Donó numerosos cuadros al convento Porta Coeli de Valladolid, que él mismo había financiado. Se trajo de los Países Bajos, a donde fue como embajador, varias obras de Rubens y otros pintores flamencos, que apreciaba especialmente quizás por haber nacido en Amberes.
(nota de agriodelimon: Jan Brueghel, Otto van Veen y Pieter van Avont, fueron de sus protegidos. Muchas de las obras que adquirió reposan en el Museo del Prado de Madrid).

Alrededor de los funcionarios públicos dominicanos, en todas las épocas, han sonado las alarmas a su alrededor, pero hasta la fecha nadie ha decidido poner un alto. La corrupción ha crecido exponencialmente, cada gobierno es más putrefacto que su antecesor.

Los miembros de las distintas banderías que han obstentado la Presidencia de la República en República Dominicana, se han convencido que reciben una fuerza que les brinda la ocasión de escalar social y económicamente, no importa las necesidades por resolver, las emergencias que se presentan, las reiteradas vicisitudes que vive la nación. Los partidos sirven para hacer carrera. Los funcionarios se desempeñan siempre con sentido individual, nunca para lo que realmente fueron elegidos, servir al pueblo.

Se sabe hacer política medianamente en la oposición, pero después de llegar a los cargos se esfuman los sueños por una mejor colectividad, las promesas de alcanzar nuevas cotas en lo educativo, en lo referente a la salud, en los planes para una agricultura autosuficiente, en la reducción de los márgenes de pobreza, y así un amplio listado que sale a reducir cada cuatro años.

Quizás esos encantamientos no le permitan medir a nuestros políticos los riesgos en ciernes de cara a las elecciones. Los oficialistas se encaminan siempre hacia otras formas de fraude ético y político. La maquinaria funciona siempre de nuevo, como en todas las ocasiones, forzada y a todo vapor. La adaptación de las leyes a los caprichos y urgencias políticas, para ser justos, no es un patrimonio de un solo color.


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