La Dicha Divina en clave de son
Cuando Fernando Echavarría (1953-2015) se proyectó con
la Familia André para conquistar un espacio en la música dominicana todos
quedamos prendidos de manera instantánea. Era un sonido nuevo, una cadencia
agradable, que ya estaba en esa memoria sonora que todos llevamos a flor de
piel, por sus misceláneas, pero que muchos jamás nos hemos atrevido a explotar.
Había un componente intangible, éramos conocidos, todos contemporáneos, y por
demás habíamos compartido en las aulas del colegio, en mi caso en el Colegio De
La Salle y los que no, en los recintos universitarios. En cada puesta en escena
cada uno de nosotros subía al escenario, aunque jamás fuéramos vistos, allí
estamos presentes.
Sin pensarlo por un instante, este muchacho,
arquitecto, publicista e hijo de músico se convertía en icono, en provocador,
pero también en representante de todos, sin artilugios. Todos estábamos
identificados de una u otra manera Aquello era la traducción de nuestras
premisas básicas erigidas en forma de canciones, por ello, todos nos asumimos
André, el inmenso continente de lo posible en una banda musical.
En cada presentación del grupo, Fernando se tallaba
como una pieza de granito por si mismo. Sus canciones más allá de las
investigaciones folklóricas tan en boga a finales de los años de la década de
1970 e inicios de la siguiente, era música sin ficción, canciones donde todos
estábamos incluidos y recreaban nuestras vivencias; quien no se ha encontrado
con una trigueña de piel, corazón sonriente y boca candente; quien jamás no se
preguntó qué donde es que se esconde la amada, buscándola en las noches y en
los días; o quien no se robó un pato o una gallina, faltando la sal y aceite
para terminar una correría.
Aquello era y es ver por encima de la cotidianidad,
era guardar el recuerdo de nuestras travesuras y amoríos melódicamente.
Esas canciones con que nos asombró fueron las
novísimas bocanadas de diafanidad y vivencias antes de la devastación de los
espíritus creadores por la avalancha tecnológica. Exposiciones reflexivas de lo
humano, meditaciones expresadas en notas musicales. Era música influyente,
vibrante, comercial, que satisfacía a la colectividad por lo que rápidamente se
expandió, pero que no se consolidó únicamente en lo estrictamente mercantil
como resulta en la actualidad; nos tocaba y aún así nos permitía ser libres.
La belleza de los trazos nunca resultó perturbadora.
Los vínculos entre los artistas y los escuchas no generaban resistencia. Forma
y contenido se fusionaron siempre que la conmoción resultaba hasta metafórica
en términos de comunicación. Así de contundente era el producto de la Familia
André.
Fernando era hijo de Braulio Valentino Echavarría (1923-2004),
a quien todos conocimos como Babín, excelente músico, compositor de primera
línea y productor de programas de televisión, por lo que la banda sonora de su
vida estuvo bien cimentada, y de la doctora Isabel Acosta. Soy feliz y enamorado / tan ardiente es mi pasión / que me quema, me
arrebata / la locura de tu amor. Por cierto, Enamorado a la que pertenece
la estrofa anterior, un bolemengue,
fue la canción seleccionada para figurar en el primer disco fabricado en el
país. Cantaban Los Solmeños (Horacio Pichardo, Rafael Pichardo, Nandy Rivas y
Tito Saldaña) bajo la producción de Rafael Solano y Pedro Pablo Bonilla
Portalatín.
Cuenta la Kabbalah, esa sabiduría antigua tendiente a
brindar herramientas prácticas para la felicidad y satisfacción, que Dios crea
a cada instante una multitud de ángeles, cuyo efímero destino es cantar
alabanzas frente a su trono antes de disolverse en la nada. El ángel de
Fernando tuvo un destino más dilatado, quizás porque nació bajo el signo de la
serpiente, que según los chinos es también el signo de la cognición y se le
escapó a esa guadaña celestial más de una vez con mesura y sigilos. Ese serafín
aumentó sus fuerzas, sus impulsos nos contagiaron frente a la puesta en escena,
y comprendió con facilidad los requerimientos de una juventud que se abría a
las responsabilidades.
Decía
Frederich Nietszche que "la vida
sin música no tiene sentido". La propuesta de Echavarría tuvo siempre un
objetivo, la felicidad colectiva. No se nos obligó a escuchar lo que salía de
la familia; oído y corazón se colocaban de manera voluntaria y espontánea, como
ocurre siempre con las buenas proposiciones.
La Familia André se desvivía por su público en cada
entrega, quizás sus vuelos medidos en millas o kilómetros no sean los más
extensos que ha conocido un artista dominicano, pero fue un ícono del buen
gusto.
Estos 62 años que sobrevivió el querubín de Fernando
Echavarría sirvieron para hacer feliz a la gente de manera directa, lucida y
sin filtros.
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