Maduro, el apparatschik
Me permito
reproducir este artículo de Antonio Sánchez García aparecido en esta fecha
(Mar.12.2014) en las páginas de El Nacional de Caracas.
Esa es la razón de por
qué Maduro y no Diosdado, Maduro y no Rangel, Maduro y no Jorge Rodríguez. A
todos ellos les faltaba ese no se qué con el que se nace, se repta, se crece y
se trepa: estar dispuesto a lamerle el trasero al tirano cubano hasta que se le
seque la lengua.
No existe una exacta traducción para el término “apparatschik”, que viera la luz en la Rusia soviética junto con el fenómeno de su súbita emergencia. Poco después del asalto al poder por los bolcheviques, 4% de los militantes del Partido Comunista de la Unión Soviética o PCUS, alrededor de 15.000 funcionarios, constituían la casta de los apparatschiks. Esa extraña y repulsiva mezcla de burócrata, funcionario y lameculos oficial del y al servicio del régimen. Los hombres del aparato.
No existe una exacta traducción para el término “apparatschik”, que viera la luz en la Rusia soviética junto con el fenómeno de su súbita emergencia. Poco después del asalto al poder por los bolcheviques, 4% de los militantes del Partido Comunista de la Unión Soviética o PCUS, alrededor de 15.000 funcionarios, constituían la casta de los apparatschiks. Esa extraña y repulsiva mezcla de burócrata, funcionario y lameculos oficial del y al servicio del régimen. Los hombres del aparato.
Tuercas y tornillos,
manivelas y enchufes de la maquinaria del Estado, atropellaron a los viejos
militantes de fuertes convicciones morales e intelectuales, creativos,
voluntariosos, corajudos, esos revolucionarios profesionales que le sirvieron a
Lenin para asaltar el poder en Octubre de 1917, para terminar controlando de
manera anónima, solapada, aviesa y terrorífica el temible aparato totalitario.
Esos grisáceos y anodinos burócratas que corresponden al perfecto perfil de lo
que un gran novelista austríaco, Robert Musil, llamara “el hombre sin
atributos”. Para Pierre Bordieu, que fuera uno de los primeros intelectuales
europeos en prestarle atención al fenómeno, el apparatschik debe su
preeminencia en la pirámide del Estado comunista soviético a su integración a
los aparatos orgánicos y burocráticos del partido. No valen nada en sí mismos, son
meros reptiles: valen en cuanto participan de la catarata que desde las alturas
del poder –el tirano y el Comité Central de su Partido– ha terminado por
asfixiar toda vida social.
Pronto los soviéticos
asumieron la creación de esta suerte de robots fanatizados al servicio del
Comité Central y el secretario general del Partido, para terminar
engulléndoselo, asumiendo su educación sistemática en escuelas de cuadros. Pues
si un apparatschik muestra rasgos genéticos –su grisura intelectual, su
disposición a asesinar a su madre si sirve a los fines abstractos y genéricos
del partido, su perruna sumisión a las órdenes superiores, su lacayismo
congénito y su absoluta falta de inteligencia, perspicacia y originalidad–,
terminar por vaciarles del cerebro y del corazón toda veleidad sentimental para
convertirlos en fríos autómatas requería dotarlos de mínimos conocimientos
sobre la cofradía a la que le dedicarían todos los empeños que se les
encargara. Pues, si bien también en Estados Unidos se daría un fenómeno semejante
en lo que los norteamericanos llaman “los Cincinnatus”, analizados genialmente
en 1963 por Zbigniew Brzeziński y Samuel P. Huntington, la economía general del
sistema de dominación al que sirven es absolutamente distinta.
Stalin fue un caudillo
como Beria, el carnicero, fue su apparatschik. Fidel es un caudillo como Ramiro
Valdés ha sido su apparatschik. Raúl fue toda su vida un apparatschik hasta que
su hermano lo elevó al trono. Se convirtió en el monarca de los burócratas,
funcionarios y apparatschiks del PCC. Chávez fue un caudillo, Maduro, un
apparatschik. Cumplió con todos los pasos en la carrera de un clásico
apparatschik: no tiene origen nacional, es un despatriado, carece de raíces, se
le desconoce todo otro atributo que no sea haber piloteado un Metrobús y
haberse convertido en reposero sindical, se incorporó al castrismo recién
salido del cascarón, siguió los cursos de la escuela de cuadros del castrismo
en Cuba, y lacayo de Hugo Chávez desde los tiempos de Yare, haría su carrera a
la sombra del aparato de Estado del chavismo.
No pretendo hacer una
fenomenología del apparatschik, que existen estudios sobre el fenómeno y muy
valiosos, como el de Pierre Bordieu. Pero sí destacar los “atributos” que le
caracterizan y decidieron a su favor cuando la muerte inminente de Chávez, el
caudillo militarista y autocrático, criollo y vernáculo por antonomasia, le
obligó a seguir las instrucciones de Fidel Castro, que lo dominaba como si le
hubiera conocido sus más íntimos y vergonzantes secretos –¿qué otra función
tiene su riquísima videoteca?– y lo llevó a declarar su heredero al más gris y
oscuro funcionario de su tingladillo burocrático. Chávez, que no le debía su
poder a nadie ni nada más que a su megalomanía, su psicopatía, su delirio
narcisista, su insólita capacidad de simulación, su fabulosa inescrupulosidad,
su seducción hermafrodita que lo llevó a rodearse de la mayor y más furibunda
tropa de ambiguos de nuestra burocracia –Chaderton, de los de amor a primera
vista–, tuvo que caer rendido ante la decisión de la tiranía cubana de la que
se encontraba prisionero, secuestrado e hipnotizado.
Esa es la razón de por
qué Maduro y no Diosdado, Maduro y no Rangel, Maduro y no Jorge Rodríguez. A
todos ellos les faltaba ese no se qué con el que se nace, se repta, se crece y
se trepa: estar dispuesto a lamerle el trasero al tirano cubano hasta que se le
secara la lengua.
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