Instrucciones para escribir una crónica
Un
escritor crónico acaba siendo un grafómano y por ese camino termina practicando
muchos géneros.
Por: Héctor Abad Faciolince
Por considerarlo de interés, reproduzco este articulo de Héctor Joaquín Abad Faciolince aparecido en el diario colombiano El Espectador en fecha 30 de
noviembre del 2013. Espero lo disfruten.
Como el que mucho abarca poco
aprieta, termina por no ser ni novelista ni cuentista ni cronista ni poeta, por
haber querido ser todas esas cosas a la vez. El escritor compulsivo se levanta
y se sienta, mira la hoja o la pantalla en blanco y espera alguna señal del más
allá. El sismógrafo está quieto; nada parece estar vivo en su interior. Al fin
una vocecita le dice: “empieza así: como quieres hablar de la crónica usa una
palabra que tenga que ver con lo cronológico, con el tiempo, por ejemplo: un escritor
crónico”. Y así, el escribidor empieza: Un escritor crónico… Y sigue. Lo que
importa es empezar, después una frase lleva a otra y se termina el primer
párrafo.
Cuando uno tiene por oficio
escribir, se sienta y siente su estado de ánimo. El ánimo le dice que ese día
está novelista (y empieza un capítulo), o está cuentista (e imagina una
historia), o está poeta (y un primer verso nace de la nada), o está articulista
(y el artículo sale, frase por frase). La novela, el cuento, la poesía, el
artículo, son géneros literarios sentados. Nunca he sido poeta, pero a veces
estoy poeta. Sin embargo nunca se puede estar cronista; para ser cronista hay
que salir, pues uno no puede sentarse a escribir una crónica de la nada. La
crónica exige pasar mucho tiempo de pie, o en el camino, en la calle, mirando,
averiguando, apuntando. Para quienes practican los géneros literarios sentados
el genio está en las nalgas: en la capacidad de aguantar ahí quietos, en el
asiento, sin levantarse, y pulir, cambiar, mejorar, consultar diccionarios.
Pero para practicar la crónica el genio está en los zapatos.
Quien quiera ser buen cronista
tiene que andar a pie, y tener buenos ojos, buenas orejas, y desarrollar ese
otro órgano que los buenos cronistas comparten con algunos insectos y con la
televisión: las antenas. El cronista debe tener antenas para ver —como ve el
bastón del ciego— lo que se nota sin verse, y antenas para detectar y sentir
donde están las historias. El cronista tiene un lema que en español puede
decirse con siete monosílabos: si no se va no se ve. El cronista tiene que ir a
ver para empezar a apuntar. El cronista tiene que ir porque el cronista es
testigo y lo que escribe consiste en dejar un testimonio. El cronista testifica
que tal cosa ha sucedido, efectivamente, porque la vio con sus ojos, o porque
estuvo hablando con quienes la vieron y recorrió los mismos sitios donde
aquello ocurrió.
Solo después de haber ido a ver, a
pie y con ojos y con orejas y con antenas, el cronista también necesita —como
el poeta, el novelista— sentarse en el asiento y tener buenas nalgas. Comprimir
en palabras el relato de lo sucedido, en un orden no necesariamente
cronológico, pero sí que resulte ordenado en su cabeza y en la cabeza del
lector. El cronista se sienta a traducir su experiencia mental, a las palabras
bien escogidas de su lengua, en nuestro caso, del idioma español. Y en ese
momento usa los recursos de los géneros sentados —novela, cuento, artículo,
poema— de tal manera que lo que vio en la calle, lo que averiguó oyendo y preguntando,
se transcriba en palabras con gracia, con recursos aprendidos de la lectura y
del ejercicio insistente de la escritura.
El cronista, después de mucho
caminar, de mucho ver y oír y preguntar, se sienta a escribir. Y ahí no debe
oír una voz interior, como el novelista, ni atender a una música secreta, como
el poeta, sino seguir los límites de la crónica, que no son otros que los de la
verdad (jamás mentir) y los de la canallada (nunca contar lo que no puede ser
contado, porque viola la intimidad o la dignidad de las personas). Y nada más;
eso es todo; así de fácil. Así de difícil.
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